15 ene 2011

Con las manos y lo que da la tierra.VICENTE LLADRÓ.Las Provincias.es


Si mañana mismo prohibieran usar los plásticos para fabricar una larga serie de recipientes, o quedaran paralizadas las fábricas de cemento, o se extinguieran de golpe modernos sistemas de producción agrícola intensiva, o no tuviéramos dinero para comprar lo que hoy adquirimos con tanta abundancia como vicio despreocupado, la inmensa mayoría de los mortales tendríamos serios problemas, pero no Abelardo, nuestro personaje, porque sabe hacer lo que muy pocos dominan hoy, y solo utiliza sus manos y lo que da la tierra. Recursos naturales, les llaman ahora. Lo que hay a su alrededor, en su pueblo de Alcublas, y lo trabaja con mucho arte.
Abelardo Domingo Villanueva tiene ochenta años -«y casi siete meses más, ¡qué mayor soy!», exclama- y es un admirado maestro en muchas cosas que tienen que ver con la vida y el trabajo de siempre en el campo. Sobre todo en su dominio del esparto, para trenzar pleita y formar luego toda clase de capazos, esteras, botelleros, aguaderas...; en su certero manejo de los bloques de piedra, para construir grandes ribazos y bellas paredes, alineando las aristas a la perfección, y en su habilidad y conocimiento para colocar con rapidez certeros injertos que siempre cogen, porque sabe como nadie qué varetas debe emplear, de dónde cogerlas y cuándo es el momento más preciso.


Las vides, por ejemplo, cuenta que se injertan a púa y colocada de lado, sin tronchar el sarmiento, y que en su zona es mejor en la segunda quincena de agosto que en la primera, porque corre menos savia. Pero a continuación lamenta que «ya no se injertan las cepas, se arrancan y se replantan, vienen hechas del vivero, o peor aún, se cobra para arrancarlas para siempre, porque todo lo del campo está de pena y parece que no hay remedio. Si nos pagan la uva a diez o doce céntimos el kilo y nos liquidan el mejor aceite a 1,60, ¿quién va a quedar en esto? Nadie, y todo será bosque. Ya veremos qué pasa».
Trece trenzas de a tres
Por eso Abelardo lamenta que los suyos son «oficios perdidos», o en trance de desaparecer. Su hija María Jesús intenta aprender al menos sus habilidades con el esparto, pero reconoce que es muy difícil, porque hay que llevar entre manos trece trenzas para componer una pleita ancha, que también se llama llata en valenciano, y cada trenza se compone de tres briznas de esparto. En total, 39 hebras, cada una ha de ir a su sitio, todo a la vez, y luego está lo más complicado: cómo ir añadiendo nuevos espartos conforme se acerca el final de cada uno de ellos. Y mientras el padre sigue en su demostración manual, fácil del todo según aparenta, hablando al mismo tiempo con un amigo, la hija aclara que eso de ir introduciendo en las trenzas nuevas briznas «se hace con los dedos meñiques, que quedan libres, y ahí está la mayor complicación». Pero ella sigue en el empeño, porque no quiere que se pierda este bello oficio en el pueblo, donde en ocasiones se comenta que convendría poner más atención a estas cosas y que se diera pie para que algún joven que quisiera pudiera aprender.
El esparto crece de sobra en los montes que rodean Alcublas, como en tantos lugares de las sierras valencianas, donde antaño se aprovechaban al máximo, cuando no cundía el plástico ni se imaginaba nadie que nuestra geografía urbana se inundara de bazares chinos.
Para hacer sus cosas, Abelardo utiliza el esparto tal cual, sin batirlo, conforme lo trae de la montaña, donde puede cogerse «hasta el 15 de febrero, más o menos, porque después ya está brotando y si lo sacas puedes arrancar también los brotes nuevos, y no conviene». Un vecino, Joaquín Cabanes, también amante del valor de las cosas de siempre, saca de su garaje una antigua maceta para batir el esparto y Abelardo explica que eso se hace «si quieres elaborar cosas más finas, como por ejemplo unas esparteñas». El hace tiempo que no hace, porque ya no las usa nadie, pero sabe hacerlas; aprendió de su padre y de su abuelo, como lo demás.
Su hijo Andrés, que también es agricultor, sabe igualmente injertar y manejar la piedra, aunque la evolución de los tiempos le ha hecho industrializarse, tiene máquinas para coger olivas y almendras y hace toda clase de trabajos en el campo para ganarse bien la vida. Pero al menos por ahí hay garantía de que pervivan estos oficios. También los nietos, Alberto y Jordi, muestran interés en mimar al abuelo y aprender lo que sabe. Alberto dice que su abuelo está tan bien «porque se ha cuidado mucho, no fuma, no bebe, siempre anda haciendo algo por el campo y encima bebe leche de cabra». De las cabras que le regaló él mismo y para las que Abelardo siembra ahora alfalfa, para que se críen bien sanas.
Pero Abelardo confiesa que sí fumó, «y mucho; dos paquetes diarios», cuando era camionero, el ordinario del pueblo, una actividad que dejó a principios de los años setenta para dedicarse por entero al campo y a atender encargos para hacer muros y casas de piedra.
Con el camión, un Ebro al principio, «que apenas frenaba y tenía el volante muy duro», pasó mil peripecias subiendo y bajando el puerto de Alcublas, porque entonces no estaba el trazado de la carretera actual y el firme era de tierra; un barrizal pedregoso en invierno, a veces helado. Total que «eran frecuentes los patinazos y el no poder pasar cuando nevaba; venga a echar ramas de pino bajo las ruedas, a ver si se cogían». Y eso no era nadapara lo que pasó de más joven, cuando iba con carro y caballerías.
La ermita de Santa Bárbara
Como transportista ordinario de Alcublas bajaba y subía de Valencia dos veces por semana, a menudo con muebles de familias que emigraban en busca de trabajo, y traía encargos de las tiendas y de particulares. El mismo tenía con su mujer una tienda de comestibles. Luego llevaba también el orujo del aceite de la cooperativa a las refinerías de Xátiva y Canals, o transportaba las colmenas del tío Miguel de las Dueñas y otros apicultores hasta campos de naranjos de Bétera, o los montes de Canales, donde abundaba el espliego. También, en su última época con el camión, que ya era un Pegaso, trabajó para la familia Serratosa en las fincas de frutales de Edeta y Huerto Santa Isabel, en Lliria, y allí desplegaba igualmente sus dotes de buen injertador.
Recuerda que los almendros y otros frutales pueden injertarse con la luna creciente de febrero a púa, colocándola entre la piel y la madera. Los olivos, en cambio, no deben injertarse antes de mayo, y a plancha, como los algarrobos unas semanas después, y detrás igualmente los naranjos. Y Alberto, el nieto, cuenta que el abuelo es capaz de poner las púas o las planchas tan deprisa «que a mi padre, que las va tapando con plástico y no anda lento, siempre lo deja atrás».
A la entrada de Alcublas, Abelardo muestra, orgulloso, un monumental ribazo, que aquí llaman también portillo, que «construí en el año 50, antes de irme a la mili», y señala su solidez -resistió la tromba del 57- y la perfección de las líneas, con cada hilera de piedras del mismo grosor y debidamente encaradas. Cerca está la casa donde vivió el doctor don Víctor Albalar, prócer del pueblo que contribuyó a que el propio Abelardo desarrollara su actividad como cantero, «en unos chalets que hizo en Benicassim». Y a raíz de aquello se prodigó más con el oficio en el pueblo, donde ha hecho muchas obras y ha restaurado por ejemplo la ermita de Santa Bárbara, «que fue asolada por los republicanos..., cosas de las guerras», y enseña la fachada de su propia casa, o la de una sobrina a la que le hizo así el regalo de bodas. Siempre con la bella piedra negra de la cantera de Alcublas, trabajada con un escoplo que se ha desgastado por el lado que golpeteala maceta, pero al que nunca tuvo que afilar su corte, de tan bueno que es este viejo acero..